Ideas que se me pasan por la cabeza mientras duermo a mis niños cada noche, o cuando hablo con mi vecina, o cuando estoy en la ducha...
miércoles, 29 de abril de 2009
domingo, 19 de abril de 2009
El parto (futuras parturientas absenerse de leerlo)
El concepto de parir en casa me parece muy bonito, pero yo soy demasiado miedosa para hacerlo. Tiendo a medir mucho los riesgos y siempre evalúo los escenarios posibles y, pariendo, son muchos los imprevistos que pueden surgir. Pero sobre todo, no parirían nunca en casa porque tendría que hacerlo "a pelo"… y eso es demasiado para mi… como ya dije en otro post “la epidural es Dios venido a la tierra” y yo, que soy atea, no voy a contradecir a siglos de tradición cristiana.
Mi parto fue una mala experiencia… lo primero que le dije a la ginecóloga cuando todo había acabado fue: - A mí esto no se me va a olvidar, eh? Y ella me contestó: - en dos años te veo aquí otra vez… La verdad es que seguramente llevará razón, pero el parto no fue, ni de lejos, el momento más mágico de mi vida.
La cosa fue larga, y tras una vergonzosa visita fallida al hospital, con un decidido “estoy de parto” (que implicaba un “esto-es-una-urgencia-dejen-todo-lo-que-estén-haciéndo-por-dios-atiendame-que-voy-a-parir-aquí-mismo), y volvernos a casa con un: “hasta que no te dobles de dolor no vuelvas”… llegaron dos largos días, con sus noches, de contracciones ininterrumpidas.
Pues sí, efectivamente me doblé de dolor y las palabras de la matrona más que una indicación médica sonaron como una maldición divina: (léase con voz profunda, por favor) “parirás con dolor…” ¡y qué dolor!
Y cuando ya nos decidimos a ir al hospital nos dimos varias vueltas en el coche (los dos asustados, acojonados más bien, pensando en que nos iban a decir otra vez que nos volviéramos a casa). Afortunadamente, ya estaba de cuatro centímetros y a partir de ahí todo fue más rápido, o más bien mi percepción del tiempo cambió, porque aún tardaría 9 horas en parir, pero yo sentía que el tiempo pasaba mucho más rápido de lo que lo había hecho en los últimos dos largos, pesados y dolorosos días.
Nunca pensé que las contracciones me iban a doler tanto… siempre había creído que yo era una persona fuerte (quejica, pero fuerte)… pero mi umbral del dolor no debe ser muy alto porque, os lo juro, creía que me moría en cada contracción.
Cuando por fin llegó la anestesista, entró en la habitación un ángel alado, rodeada por un halo de luz resplandeciente, armada con su espada mágica antidolor. Ese ser divino venía directamente del quirófano con gorro, con bata y mascarilla (y sólo le veía sus preciosos ojos azules), le supliqué, le rogué, e incluso hice el amago de ponerme de rodillas, que me pusiera la epidural como fuera (tenía todas las papeletas para que no me la pusieran, porque llevo un precioso tatuaje en la espalda, del que no puedo estar más arrepentida, porque por su ubicación hace muy difícil que te pongan ese tipo de anestesia). La anestesista me tuvo que ver tal cara de desesperación que me dijo que iba a ser muy complicado, pero que lo iba a intentar, y se puso manos a la obra.
Todo aquello parecía una película y solo faltó una buena banda sonora de momento de máxima tensión y dramatismo, cuando la anestesista me cogió la cara, me miró fijamente a los ojos y me espetó un: “ahora no te muevas, te duela lo que te duela no te muevas porque es muy peligroso” - abriendo un sobrecito verde lleno de agujas continuó diciendo – “esto puede tocarte a ti pero tú no lo puedes tocar, no mires las agujas y quédate quieta” y yo susurré con un hilo de voz: “¿y si me da una contracción?”. Un largo silencio me hizo entender un contundente: “te jodes”.
Pero la epidural hizo el milagro y dejé de sentir dolor…ufffff… después de 3 largos días, por fin no me dolía. En ese momento empezaron a haber problemas, pero afortunadamente yo no lo supe hasta que no pasó el peligro. Las pulsaciones de mi niño estaban bajando. Me pusieron oxígeno, lo que me extrañó pero a la vez me dio un colocón, que evitó que me preocupara. También me parecía raro que en la sala de dilatación estuvieran conmigo una auxiliar, dos matronas y la ginecóloga… y venga darme palique… y pensé: -qué graciosa debo de estar esta noche para tener aquí tanto público escuchándome hablar sobre la feria de Málaga.
El caso es que intuía que algo iba mal, pero no quería ni saberlo, y por primera vez en mi vida, me quedé calladita.
En todo este proceso había estado sola. Mi novio estaba fuera y cuando entró le dijeron que me ayudara a empujar, que fuese haciendo pujos cada no sé cuantos minutos… yo no tenía ninguna gana, sentía ausencia, no era cansancio, era sentir que aquello no me estaba pasando a mi, que era una película y que no me jugaba nada, que aquella situación no era importante. Supongo que ese sentimiento no era más que un mecanismo de defensa frente al pánico.
Pasaban las horas y aunque dilataba mi niño no bajaba…
La matrona venía de tanto en tanto e intentábamos el pujo, pero nada. En unas de esas visitas nos dijo: - esto ya no tiene sentido, vamos al paritorio… tenía miedo pero quería que eso acabara ya.
Cuando fui capaz de subirme desde la camilla hasta el trono ese en el que te ponen para parir, con las piernas totalmente dormidas, y menos fuerza que un “muelle de guita” (guita = cuerda, por si hay alguien que no lo entienda), os podéis imaginar el espectáculo, todo fue más o menos rápido.
Entró mi novio, empujé tres tandas de tres pujos, el niño no quería salir. La ginecóloga me dijo que tenía que usar una ventosa, volví a empujar y, tras quedarme a medias con el niño, la ventosa y la mano de la matrona a medio camino (lo diré así para no ser demasiado bestia), salió mi niño… con la cabeza como un pepino… me lo pusieron encima, estaba muy calentito (y eso fue la célebre frase que pronuncié cuando me dieron a mi niño: -¡Qué calentito está! - no será memorable, no). Luego se lo llevaron a hacerle las pruebas y yo sólo preguntaba: ¿Es chico? Y me decía la pediatra –Sí, claro… y yo insistía – ¿es chico? Y la pediatra me volvía a insistir – sí, claro… hasta que entendí que estaba teniendo un problema de traducción simultánea madrileño-malagueño – No, me refiero a que si es pequeño – No, no está bien: 3 kilos y 50 cm (y no paraban de decirme que el feto era pequeño).
Me llamaréis exagerada, pero la experiencia fue traumática. Aún hoy en día, 8 meses después, recuerdo una y otra vez los detalles del momento y lo paso mal. Pero prefiero tomármelo con humor, como cuando me cosían (que también me dolió) y no paraba de decir chorradas, un mano a mano tremendo con mi novio, que nos supuso el premio a los más graciosos de la madrugada hospitalaria, y la enfermera que nos ayudó a llegar a la habitación nos premió con un: - da gusto ver que no pierdes el humor…
Y lo que vino después no fue mucho mejor… los días del hospital se mezclaron con sueño, visitas, más visitas, más sueño, mucho cansancio, muchos miedos y malos consejos, pero eso será otra historia que contar…
martes, 14 de abril de 2009
Las madres…
Siempre he pensado que una madre es lo más grande y, aunque aún casi no me lo creo, ahora la madre soy yo.
Si tengo suerte, y lo hago medianamente bien, mi hijo sentirá por mí lo que yo siento por mi madre… no es sólo amor incondicional, es sentir en ella mi casa, son esos brazos entre los que siempre te encuentras bien, son las manos que curan mis heridas.
Cuando las madres luchan por sus hijos, las admiro hasta el extremo. Las madres que pelean por sus niños hacen que este mundo sea mejor, mientras existan las madres todos estaremos a salvo y seremos más felices.
Por favor, que nadie me desmonte mi teoría hablándome de las malas madres, que también las hay... pero el hecho no es ser o no ser madre (biológicamente hablando) el hecho es sentir como sienten las madres que luchan por sus hijos, para traer al mundo esas cosas buenas de las que hablo.